Este año murió Augusto. Le conocerían si se hubiesen venido con nosotros a jugar al dominó cualquier día de los últimos 20 años. Fue el mutante que me introdujo al retruécano, con el que desde entonces pongo en pico las frases pero dejando la vaselina. Augusto fue un retruécano con patas hasta para morirse. ¿Que qué es un retruécano?
Es como un día que terminamos la partida y nos fuimos sin pararnos con nadie porque llegaba tarde a dar clase. A pesar de su preocupación, me dijo:
-¿Sabes, Fernando, que en 30 años dedicado a la enseñanza jamás he llegado tarde a una clase?
Cosa inverosímil porque casi todas las semanas había algún día de prisas, y tanto va el cántaro… Se llevó una merecida acusación de mentiroso a la que respondió:
-Nunca he llegado tarde porque ninguna de mis clases empieza antes de que llegue yo.
Para esto sirve el retruécano, para no ser impuntual. Lo uso desde entonces para ser cortés siendo un maleducado. Como cuando digo que Augusto se llevó el retruécano a la tumba: como solterón que era, siempre tuvo el miedo de morir solo… y, al final, murió de un ataque al corazón en un teatro abarrotado de gente.
Este artículo se lo dedico a todos esos héroes desconocidos del perfecto corte de mangas que aún quedan por el mundo, de parte de nosotros dos. Y es que cada vez somos menos los artesanos en esta temeraria suerte.
Dentro de poco tendrá lugar una cena de afiliados, en la que me reuniré con los mismos jueces ante los que en su día tendré que presentar candidatura, y pensarán ustedes que mi vida social no viene al caso ante un tema de importancia capital. Pero es que en cuanto oigo susto me pongo a pensar en mi propia supervivencia… política. Que es lo que me permite estar aquí frente a ustedes. Muchos de mis lectores perderá el interés en cuanto yo mismo pierda el cargo público que ostento de prestado. Sin ir más lejos el de todos aquellos (¿rivales?) que me leen (angelitos) con la esperanza de que me pase por fin de la raya de ese fonambulismo que practico y me caiga al suelo para siempre. A los que caen del cielo nunca se les concede el perdón, así que aprovecho por el tiempo que me quede para lanzarles una pregunta con retranca: ¿se siente alguno de ustedes capacitado para ganar unas primarias? Vale elegir cualquier partido político.
El carisma es el superpoder que necesitarán, pues abre los votos y las alcobas de la gente. De Augusto, mi mentor, puedo decir que era gracioso pero no de los que caían en gracia, con lo que resultaría un candidato inelegible. Pero presentaba una peculiaridad genética más poderosa que ninguna otra: era feo. ¿Pueden ustedes decir lo mismo?
Para explicar su importancia les ofrezco una historia que me pudo haber contado (o no) y que bien puede valer una princesa, así que tomen nota por si acaso.
Hace como unos mil años llegó hasta la villa de Salamanca un personaje de cuento chino con ropajes tan extraños que causaban asombro incluso entre los sarracenos, que en su expansión hasta las indias orientales habían visto todos los colmos del vestir estrafalario. Después de unas risas poco contenidas, cualquiera le hubiese tomado por arlequín si no hubiese realizado prodigios y hablado solemnidades en latín vulgar. A estas alturas de la historia, ya se imaginarán que aquel no era propiamente un estrafalario personaje, sino un mago estrafalario. Su nombre auténtico se perdió en el retruécano, con lo que sus entonces compañeros de partida le llamaron Augustus, alias que le quedó para su siguiente reencarnación.
Aseguró venir de tierras desconocidas hasta por él mismo (padecía de memoria selectiva) y contó la historia cierta de que un dragón había raptado a una princesa exótica, y de que el rey quedó tan triste y afectado como un padre plebeyo.
El Mago, que era aficionado a los horóscopos, supo leer en las estrellas tres grandes acontecimientos. A saber: que un solo hombre derrotaría al dragón, un gran amor y una descendencia guapa para el reino. Con una práctica regla de tres el Rey resolvió ofrecer la mano de la princesa al que la rescatase junto a una dote de mil tesoros.
Llegados a este punto de la historia hay que advertir que, aunque el pago parecía un chollo para tan poca empresa, era todavía escaso comparado con la invencibilidad del dragón, que podía de sobra con un ejército de diez mil guerreros y diez princesas sin salirse de la cama, lo que desanimó a todos los codiciosos de su propio miedo. Eso y el hecho de que todavía hoy seguimos sin creer en los horóscopos.
Solo se presentaron dos voluntarios, lo digo por aproximación porque ninguno se presentó por partes enteras. A saber:
Sujeto A. El más y mejor guerrero del reino, aún más guapo que apuesto. No sólo valía el precio de uno, sino medio más porque podía contar con los favores de cualquier princesa. Especialmente la nuestra que ya vertía entonces la chispa por él. Y en asuntos del corazón el destino nunca se confunde, lo dicen siempre en Hollywood.
Sujeto B. Un jorobado de chepa, de desagradable redundancia, cheposo de enclenque y cheposo de feo, que aunque podría valer como ser humano desde la Declaración Universal de los derechos del Hombre, se le quitaba por aquel entonces dos medios cuartos por la gracia de Dios, por gracia de un churro de chepa. Con este no había chiribitas.
Los dos se llegaron de cuerpo entero hasta la montaña de cuerpo empinado donde el dragón tenía la guarida. Por indicación del Mago Augustus subieron por caminos separados. Y no llevaban mucho andado cuando el dragón, que tenía vista de prismáticos y un arco de alcance lunar, y con la trampa en la puntería de una mira láser, les disparó a cada uno una flecha hiriéndoles en el mismo hombro, de gravedad pero no mortalmente.
Y aunque es un tanto cutre un dragón con arco y flechas, es así como me contaron la historia, y aunque yo no gasto decencia ni cuando plagio, varios siglos después aún no se me ha ocurrido otra cosa mejor con la que desdecir a un compañero de partida.
El caso fue que el guerrero A, desangrándose, comenzó a hablar para sus adentros mientras todavía le sobraba la salud por ser de constitución fuerte. Se dijo:
“Estoy herido (ya lo sabíamos quejica), así difícilmente puedo seguir subiendo. Aunque llegue arriba no podré con el dragón. Es mejor volver e intentarlo dentro de unos meses, cuando ya esté curado y presentable… Y si para entonces no está viva la princesa siempre… me puedo dedicar a la política.”
Con la razón de la prudencia, A salió del cuento. En cambio B siguió arrastrando la chepa montaña arriba, y no porque supiese matar dragones, sino por desesperación: era su última oportunidad de salir con una tía buena.
A pesar de la prisa que se dio por la cuenta que le traía una hemorragia en un cuerpo de churro, llegó tarde para enfrentarse al dragón que le esperaba con el tiempo ya vencido. Porque cuando el sujeto B llegó a lo alto de la montaña empinada se lo encontró… partido por dentro de un ataque al corazón.
Pero el sujeto B tampoco sobrevivió a la cima de su carrera, aunque aún le faltaba ordenar todos sus asuntos. Con esto me refiero al asunto de su prometida. De esta forma, empujando su sangre por el suelo, puso término al cautiverio de la princesa para luego subirse definitivamente al ánima, y salir pitando de allí como hizo el dragón.
La princesa quedó des-raptada y des-prometida, libre de ir a buscar las chiribitas con el sujeto A, el más de lo mejor metido ahora en política. Podríamos decir con el riesgo de acertar que la moraleja del cuento es la siguiente: siempre hay que confiar en la victoria de los más capaces y en el triunfo del amor del resto no jorobado.
De la suerte postrera del feo dio cumplida certificación Juan Ramón Jiménez en su Epitafio de un héroe:
Su morir consiguió. Mas fue tan vivo
Su vivir, que aunque yace aquí podrido,
Vigilándolo está, quieto, el destino.
P.D.: Augusto, con la prisa que llevabas por ir a morirte al teatro dejaste la cuenta sin pagar. Ahí te sigue esperando, por si es verdad lo de la reencarnación. Se te echa mucho de menos, que lo sepas.